Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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fatiga y de inspiración. Era el esperado
retrato del rey, con el traje de ceremonia.
Fouquet se colocó delante de aquel retrato, que, por decirlo así, respiraba, miró la figura, calculó el traba-
jo, se admiró, y no hallando recompensa digna de aquella hercúlea labor, echó los brazos al cuello del artis-
ta y lo estrechó contra su pecho. Si para el artista fue aquel un momento de gozo, no así para el sastre Percerín, que iba tras Fouquet, y
admiraba en la pintura de Le Brun el traje que él hiciera para Su Majestad.
Las exclamaciones de Percerín fueron interrumpidas por la señal que dieron desde la torre del palacio.
Más allá de Melún, en la llanura, los vigías de Vaux habían divisado el cortejo del rey y de las reinas: Su
Majestad entraba en aquel momento en Melún con su larga fila de carrozas y jinetes.
--Dentro de una hora, --dijo Aramis a Fouquet.
--¡Dentro de una hora! --exclamó el superintendente exhalando un suspiro.
--¡Y el pueblo que pregunta de qué sirven las fiestas reales! -- prosiguió el obispo riéndose con hipocre-
sía.
--¡Ay! también yo me lo pregunto y no soy pueblo, --repuso Fouquet.
--Dentro de veinticuatro horas os responderé, monseñor. Poned buena cara, que es día de júbilo.
--Tanto si me creéis como si no, Herblay, designando con el dedo el cortejo de Luis en el horizonte, --
sé deciros que aunque él no me quiere mucho ni yo le quiero más a él, a proporción que va acercándose...
--¿Qué?
--Me es sagrado, es mi rey, casi me es querido.
--¿Querido? lo creo --repuso Aramis haciendo hincapié en el vocablo, como andando el tiempo hizo el
padre Terray con Luis XV.
--No lo toméis a broma, Herblay; conozco que, de quererlo él, amaría a ese joven.
--Eso no tenéis que contármelo a mí --replicó el obispo, -- sino a Colbert.
--¡A Colbert! --exclamó Fouquet. --¿Por qué?
--Porque hará que os señalen una pensión sobre el bolsillo particular del rey, cuando sea superintenden-
te.
--¿Adónde vais? --preguntó Fouquet con gesto sombrío, al ver que Aramis se marchaba después de
haber disparado el dardo.
--A mi habitación para mudar de traje.
--¿Dónde estáis alojado?
--En el cuarto azul del piso segundo.
--¿El que cae encima del dormitorio del rey?
--Sí.
--¡Vaya una sujección que os habéis impuesto! ¡Condenarse a la inmovilidad!
--Paso la noche durmiendo o leyendo, monseñor.
--¿Y vuestros criados?
--Sólo me acompaña una persona.
--¡Nada más!
--Me basta mi lector. Adiós, monseñor; no os fatiguéis en demasía. Conservaos bien para la llegada del
rey.
--¿Os veremos a vos y al vuestro amigo Vallón?
--Le he dejado junto a mí. Ahora se está vistiendo.
Fouquet saludó con la cabeza y con una sonrisa, y pasó cual generalísimo que recorre las avanzadas al
anunciarle la presencia del enemigo.

EL VINO DE MELÚN

En efecto, el rey había entrado en Melún pero sin más propósito que el de atravesar la ciudad, tal era la
sed de placeres que le àguijaba. Durante el viaje, sólo había visto dos veces a La Valiére, y adivinando que
no podría hablar con ella sino de noche y en los jardines, después de la ceremonia, no veía la hora de llegar
a Vaux. Pero Luis XIV echaba la cuenta sin la huéspeda, queremos decir sin D'Artagnan y sin Colbert.
Semejante a Calipso, que no podía consolarse de la partida de Ulises, el capitán de mosqueteros no podía
consolarse de no haber adivinado por qué Aramis era el director de las fiestas.
--Como quiera que sea --decía entre sí aquel hombre flexible en medio de su lógica, --cuando mi ami-
go el obispo de Vannnes ha hecho eso para algo será.
Pero en vano se devanaba los sesos.
D'Artagnan, que estaba tan curtido en las intrigas cortesanas, y conocía la situación de Fouquet más que
Fouquet mismo, concibió las más raras sospechas al tener noticia de aquella fiesta que habría arruinado a
un hombre rico, y que para un hombre arruinado era una empresa descabellada y de realización imposible.
Además, la presencia de Aramis, de regreso de Belle-Isle y nombrado director de las fiestas por Fouquet, su asidua intervención en todos los asuntos del superintendente, y sus visitas a Baisemeaux, eran para D'Ar-
tagnan puntos demasiado obscuros para que no le preocupasen hacía ya algunas semanas.
--Con hombres del temple de Aramis --decía entre sí el gascón, --uno no es el más fuerte sino espada
en mano. Mientras Aramis fue inclinado al la guerra, hubo esperanzas de sobrepu


 

 
 

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